Esta noche vengo a compartir con ustedes mi dolor, yo sé que no les importa, mas con ese dolor viene a la vez un profundo odio y aberración desmesurada.
Yo solía tener una tortuga del desierto, si, era la onda. Corríamos grandes distancias por las mañanas, pisteábamos juntos por las tardes y en las noches nos ibamos a ligar sucias a los antros de mala muerta a las orillas de este hoyo de ciudad.
El vivía(si, era macho) en un pasillito en mi casa y al crecer más, decidí construirle una especie de hábitat en el patio trasero, con espacio suficiente para que caminara y la madre, pero con rejas para que no la atacaran los bajos. Está completamente segura, dije.
Pero ¡oh! Pinche vida irónica y culera, que te viene a mostrar lecciones a través de cachetadas de guante blanco, a través de mal sabores y a través de embarazos en adolescentes y ETSes. Perra inmunda, aliada de parásitos y bichos infernales.
¿Qué hizo la condenada esta vez? ¡Me envió hormigas la cabrona! Hormigas rojas y malévolas, marchando al son de minitambores y minitrompetas. Atacaron a mi tortuga sin yo darme cuenta, por la noche.
En la mañana que desperté, fui a ver como estaba y ¡horror! Ahí estaba su cuerpo seco, infestado de hormigas que se reían y emborrachaban con sus carnes y brebajes corporales. ¡Hijas de puta! -Grité.
No pudo escapar, condenada a muerte por ese verdugo traicionero, el acero, el cual creía le defendería.
Nota mental: Acá pues...
Sheko.